Reconvertido al Higuainismo
Siempre hay un jugador del que necesitamos reírnos. Es la frustración del aficionado que quiso y no pudo ser futbolista, del que siente -mientras come patatas fritas- que con un poco más de disciplina hubiera levantado Copas del Mundo. Recuerdo reírnos de Julio Salinas, un tipo que metió él solo a España en un Mundial. O de Amunike, quien antes de jugar en el Barcelona le dio a Nigeria el oro olímpico en Atlanta con un gol en la final. O de Abreu, que clasificó con un penalti ‘a lo Panenka’ a Uruguay para las semifinales de un Mundial 40 años después. Y así ha pasado con Prosinecki, Perea, Fernando Torres, Arbeloa… Y con Higuaín.
Yo fui un incrédulo con Higuaín, lo reconozco. Le veía más reñido con el balón que encariñado, la portería se le hacía pequeña en grandes partidos como nos pasaría a cualquiera, hasta su físico me recordaba a alguien corriente y no a un futbolista, con inesperados problemas de alopecia y algún kilo de más por la afición a los refrescos y el asado. El Pipita era el antidelantero de los delanteros. Uno de los nuestros. Ni teniendo al lado a Messi en la selección o a Cristiano en el Madrid podía ocultarlo. Todo lo que fabricaban ellos lo estropeaba él, como aquel compañero de clase al que acabaste por no pasarle la pelota en los recreos.
Pero el fútbol también es para los perseverantes y voluntariosos, para los obstinados y tercos. Y él lo ha sido. Con una mochila de piedras a la espalda en forma de presión por todo lo que de él se dice, tomó rumbo a Italia y allí, en la tierra más áspera para cualquier delantero, ha logrado convertir su falsa torpeza en un aluvión de goles: 91 en sus tres temporadas en el Nápoles y 31 en su primera en la Juve, incluyendo los dos de la ida de semifinales de Champions. Higuaín ya no me invita a reírme de él mientras como patatas fritas; a mí Higuaín me parece, incluso con sus Higuainadas, uno de los mejores delanteros del mundo.